
Demasiado ruido. Se nos inundan los sentidos de ruido en estado puro. Ese ruido insolente, descastado, vacio y paranoico está por todos lados. Maldito ruido. Poco a poco se va metiendo dentro, como un parásito. Voces, lamentos, chirridos. No percibimos otra cosa. Parafrasenado a los niños de guardería con mocos y plastilina, es como vivir en un eterno rompeolas. Dicen que el hábito hace al monje y nada más cierto. Acosados hasta la indolencia, mortificados hasta el hastío ya no sabemos que hacer sin ese constante martilleo a nuestro alrededor.
Con el tiempo te acostumbras a malvivir con él. En algún momento ya olvidado perdimos la noción de su orígen, el por qué de su existencia, y al final, termina por desvanecerse nuestro entorno. Solos tú y él. Se apodera de nosotros y nos anula, cayendo al fín en la trampa. Somos su nuevo instrumento, prisioneros desesperados cuya única obsesión es huir. Pero, ¿hacia dónde? Al vacío, al silencio, al murmullo de lo realmente trascendente. Sin embargo los barrotes de esta celda de gritos y jadeos son demasido sólidos. Ahora, perdidos en esta estruendosa inmensidad solo sabemos hacer una cosa, ya hemos aprendido, ya sabemos cómo escapar: hay que gritar, todo lo que den de sí tus pulmones y tu garganta, sin escrúpulos, sin escuchar nada más que nuestros propios gritos, sin preguntarse si merece la pena, sin pensar si hay otra salida.
Hoy fue el día en los individuos creyeron que ejercían derechos, que exigían responsabilidades y soñaron que decidían. Pero realmente, ¿ha cambiado algo? Según los responsables ellos son los vencedores. ¿Qué ocurre cuando la democracia es subyugada por un oligarquía que recurre al ruído más ensordecedor para someter al ciudadano? ¿Qué sucede si el poder se convierte en la pieza angular de un proyecto sin futuro? Pasa esto. Ganan ellos. Perdemos nosotros. Su dichoso ruido nos ha dejado sordos y ya no somos capaces de oir ni sus propios cuentos.
Apago la tele, no compraré el periódico, la radio ni existirá. Quiero silencio, no quiero oír voces desquiciadas que justifican, que alzan vítores. No quiero oír el ruido de sus copas al brindar, ni himnos rancios, ni eslóganes del top manta. Sólo quiero silencio.
Ahora sí. En los momentos en que la vida se hace eco de nuestros silencios, en que la reconfortante soledad se hace un hueco en la cama y se acurruca a nuestro lado, no hay nada que decir, nada que sentir y nada que pensar. Y curiosamente, ahora, estoy tranquilo.
"Cierro los ojos y bailo
al borde del tejado
...podría volar..."
R.F.