miércoles, 13 de febrero de 2008

Soñando lo imposible


Cae la noche de nuevo como un bálsamo que alivia casi todo lo aliviable, lo salvable. Sin peso en el corazón se camina mucho mejor, pero ese lujo sólo pueden disfrutarlo las almas tan vacías como mi propia cama. Siempre, después del hierático día, regresa mi dulce noche con sus silencios, sus sombras, sus miedos, sus desvaríos, sus ganas de taparlo todo, de borrarlo todo. Imaginarse la noche como una mujer hermosa que desvela los cálidos sueños está algo manido y pasado de moda, demasiado usado, pero sin embargo es como mejor se ubica entre mis hilos de soledad. Una mujer deseada e indeseable, que no te lleva de la mano al lecho, sino que te arranca de él, una especie de fiera nocturna que atrae a los intrépidos y devora a los inocentes, cegados por la luz del día arrollador que carga sus párpados con el peso del desánimo, principal virtud de los anegados.

Idolatro la noche como a mi diosa destronada, le entrego mis deseos y pensamientos a cambio de esperanza, un poco de esperanza para el día que está por venir. A ella no le importa lo acaparadores que seamos; prefiere repartir su cáliz en cantidades pequeñas, como la comida de los pájaros, que a esas horas duermen con la cabeza enrroscada ajenos por completo a nuestra comunión.

Noche, que te mueves entre luces, que me das la razón con tu silencio que más que otorgar afirma, que con tus frías manos calientas mi corazón tiritante, que... Ven, quédate conmigo y sáciame con tu presencia, con tu olor, desvélate tú por una vez y dame cobijo entre tus sábanas de satén para agarrarme a ti como se agarran los moribundos sorprendidos a la vida. Dame lo que yo necesito, dame respuestas, dame dos vidas. Tú a cambio pide lo que quieras; toma mis sueños vacíos; mi alma, que alguna vez te llevaste, ya te pertenece.